A Cesarín Gavilla no lo eligieron: lo empujaron. Llegó a la presidencia no por mérito ni épica, sino por herencia política. Los hijos de Galán, todavía con la sombra del duelo sobre los hombros, le entregaron las banderas del líder asesinado como quien cede un estandarte sagrado a quien promete no mancharlo. Y Gavilla, con su sonrisa nerviosa y su habladito de tarro con gallos incluidos, las recibió como si fueran un salvavidas en medio del mar del miedo.
La suya fue una presidencia de chiripa, un accidente histórico con corbata. El país ardía, los carteles dictaban la ley, y él, temblando en su despacho, aprendía que gobernar era más parecido a sobrevivir que a mandar. Su primer acto de gobierno fue arrodillarse —no ante el pueblo, sino ante Pablo Escobar—, el verdadero patrón de la nación. Cagado del susto, intentó negociar la paz con el infierno, y terminó entregándole al diablo su Constitución de bolsillo.
Cuando el capo exigió eliminar la extradición, Gavilla no dudó: se tragó el miedo, bajó la cabeza y lo convirtió en ley. Los discursos oficiales hablaban de soberanía nacional, pero todos sabían que aquella "valentía jurídica" fue redactada al ritmo de las amenazas y los coches bomba. Los narcos brindaban por la patria, los ministros fingían dignidad, y el presidente respiraba aliviado cada vez que el teléfono no sonaba con malas noticias.
Su voz, temblorosa y nasal, era el reflejo sonoro de su gobierno: débil, insegura y ensayada. Hablar de firmeza con ese tonito era una comedia involuntaria. Los caricaturistas no daban abasto, los humoristas lo imitaban sin esfuerzo, y los ciudadanos se preguntaban si el mandatario era un líder o un presentador de PowerPoint con miedo escénico.
Gavilla no gobernó: administró su pánico. Mientras el país se caía a pedazos entre apagones, ajustes, tratados y funerales, él se refugiaba en la ilusión del orden tecnocrático. Creía que las estadísticas podían tapar los agujeros del alma nacional. Pero ni las gráficas ni los discursos lograron ocultar lo evidente: el Estado estaba de rodillas y el presidente, también.
Cuando por fin se fue, rumbo a la OEA, lo hizo con paso rápido y alivio visible, como quien escapa de un incendio que él mismo ayudó a avivar. Detrás dejó un país endeudado, abierto de par en par al mercado extranjero y, sobre todo, acostumbrado a la obediencia.
Si no fuera por las banderas prestadas por los hijos del mártir, Gavilla habría sido un don nadie con acento de provincia. Pero el destino lo convirtió en el protagonista del capítulo más humillante de la política nacional: aquel donde el miedo se sentó en el despacho presidencial y gobernó en nombre de todos.
En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.