Dicen que uno no cambia de equipo como cambia de camisa. Y tienen razón. Porque si no, yo ya me habría puesto el uniforme del Real Madrid, del Manchester City o hasta del Atlético Huila antes de seguir bebiendo este trago amargo que representa ser hincha del club rojo.
Sí, lo admito sin pena y con un poco de úlcera: soy hincha del rojo de antaño, del que le metía miedo al continente, del que sonaba fuerte en los ochenta, del que tenía un médico en el banquillo y diablos en la cancha. No de esta versión light, sin azúcar, sin goles y sin alma, que se arrastra por el campo como si jugaran con piedras en los guayos y deudas en la conciencia.
Hoy, lo que alguna vez fue una institución temida, es un club que genera lo mismo que un chiste sin remate: vergüenza ajena. Porque aquí no se trata solo de perder —eso nos pasa a todos—, sino de hacerlo con consistencia, elegancia y torpeza quirúrgica. Lo más estable que tiene esta institución es el papelón.
Y cuando ya no quedan excusas, sacan la carta mágica: "la maldición de Garabato". El pobre odontólogo convertido en chivo expiatorio eterno, como si su frase de borrachera fuera un decreto sagrado. Pero vamos, ¿cuánto puede durar una maldición antes de que se vuelva ineptitud pura y dura? Hay equipos sin presupuesto que ganan, hay plantillas modestas que compiten. Nosotros tenemos recursos, historia, hinchada... y cero títulos internacionales. Algo no cuadra. O, mejor dicho: todo descuadra.
Y, por si fuera poco, tenemos un logo con el mismísimo diablo en el escudo. ¡Ni el Vaticano nos bendice! Si eso no es tentar al destino, no sé qué lo sea. Mientras otros ponen estrellas, nosotros jugamos con llamas, tridentes y cachos. Y así pretendemos levantar una Libertadores. ¡Con razón no nos ayuda ni el karma!
¿La hinchada? Santa y masoquista. Más fiel que un perro callejero y más sufrida que la mamá de un hijo vago. Siguen ahí, alentando como si aún jugara Cabañas, como si alguna vez la Libertadores hubiera pasado siquiera por el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón.
Y no hablemos de la junta directiva, porque eso ya no es dirigencia: es comedia involuntaria. Un reality de decisiones absurdas, contrataciones aleatorias y ruedas de prensa con más humo que un ritual chamánico. Fichan a cualquiera que tenga representante insistente y desechan proyectos más rápido que técnico que pierda dos partidos.
Así que aquí estamos. Con más historia que presente, más memes que goles, más tatuajes que títulos y más excusas que autocrítica. Por eso, esta crónica no es una burla: es un homenaje en tono de reclamo. Una sátira con sangre en las venas, frustración en el alma y una carcajada amarga en la boca. Porque cuando el fútbol deja de emocionar… al menos que nos haga reír. Pasen, lean, y sufran conmigo. O rían, que ya ni llorar queda.
En el libro se presenta una encuesta una serie de tipologías y reflexiones finales.