I. Muchas veces, oh madre excelente, he sentido
impulsos para consolarte, y muchas veces también
me he contenido. Movíanme varias cosas a atreverme:
en primer lugar, me parecía que quedaría libre
de todos mis disgustos si lograba, ya que no secar
tus lágrimas, contenerlas al menos un instante: además
no dudaba que tendría autoridad para despertar
tu alma, si sacudía mi letargo; y en último lugar temía
que, no venciendo a la fortuna, venciese ella a
alguno de los míos. Así es que quería con todas mis
fuerzas, poniendo la mano sobre mi herida, arrastrarme
hasta la tuya para cerrarla.