La tragedia griega se ocupa —más directamente que la epopeya y la lírica— en los problemas de la vida, en el misterio que rodea a la voluntad humana, en las leyes superiores que presiden nuestros destinos.
Florece en el siglo V, antes de Cristo, y se derivó del ditirambo, coro en el culto de Dionisos (Baco), que se distinguió por su exaltación y violencia de sentimientos dolorosos. Los cantores simulaban ser sátiros y demás entidades del cortejo de Dionisos, y se entregaban a apasionadas lamentaciones con motivo de los patéticos episodios de la leyenda del dios. Con el tiempo, este coro vino a ser precedido por un recitado en que acaso se exponía algún trance doloroso de la divinidad; más tarde el narrador se tornó actor; además de los mitos báquicos se utilizaron los de otros dioses y héroes; y desapareció el coro de sátiros que no tenía ya razón de ser en leyendas diversas del culto de los viñadores y se le relegó el drama satírico. El ditirambo al evolucionar pierde su carácter lírico y se vuelve dramático: la acción o trama se precisa y Esquilo finalmente da a la tragedia griega su forma definitiva, como Lope de Vega hizo con la comedia española.
La tragedia no perdió nunca su carácter religioso; no fué sino un acto público por medio del cual la ciudad procuraba tener propicio al dios. La organizaban magistrados y se representaba únicamente en las fiestas de Baco (en Atenas —donde florece de modo exclusivo— durante las Grandes Dionisíacas, las Leneas y las Pequeñas Dionisíacas o Dionisíacas de los demos o barrios). Así pues, la tragedia difiere totalmente de nuestro drama moderno.
“Un bello espectáculo religioso, danzas, cantos, una acción simple y fuerte, he aquí lo que el público pedía;” y he aquí, cabe agregar, lo que comprendía una tragedia griega. Acaso la humanidad no ha vuelto a tener nunca espectáculo tan magnífico: en el que, dentro de la mayor simplicidad de concepción, se sucedían las danzas austeras del coro, los cantos líricos al son de la flauta, las exclamaciones orgullosas de algún rey insensato, a quien los dioses enloquecen antes de perder.