Grises, hinchados y picados de viruelas, los cuerpos se alineaban en la orilla cargada de sedimentos hasta donde alcanzaba la vista. Apilados como maderos a la deriva por las aguas crecientes, meciéndose y rodando por los bordes, la carne putrefacta hervía de cangrejos de diez patas y caparazones negros. Aquellas criaturas del tamaño de una moneda apenas se habían adentrado en el munífico festín tendido ante ellos tras la partición de la senda.