Un cóctel de ron, azúcar, lima, agua de soda y hierbabuena que inventó un pirata, llegó a su cenit en plena Ley Seca y popularizó un genial escritor.
Resulta sorprendente que un cóctel tan sencillo como este pueda tener una variedad tan enorme de presentaciones y que para disfrutarlo no hace falta viajar a La Habana.
Escritores malditos mitigando a fuerza de alcohol a sus demonios, gánsteres de mirada torva alzando sus vasos de alcohol para brindar por la Ley Seca, aguerridos revolucionarios fumando enormes habanos con el fusil sobre las rodillas, hermosas mulatas cimbreándose al ritmo de la música.
Absolutamente todas esas imágenes son ciertas, de la primera a la última. Y todas se corresponden con total fidelidad a la historia, casi increíble, del combinado que protagoniza este libro.