Jesús sigue siendo abofeteado hoy. No en un tribunal ni en medio de soldados, sino en lo oculto de nuestras decisiones diarias, en nuestras actitudes, en nuestra indiferencia. Esa bofetada que un día le dieron en su Pasión no es un hecho del pasado. Se mantiene viva, se repite cada vez que nosotros, quienes decimos creer en Él, actuamos en contra de su amor.
Lo abofeteamos cuando no compartimos con el que necesita, cuando vivimos encerrados en nuestro egoísmo, cuidando solo de nuestro propio bienestar. Lo abofeteamos cuando vemos la injusticia, el sufrimiento, la pobreza o la soledad y decidimos no hacer nada, cuando nos mostramos fríos e indiferentes. La bofetada se repite cuando caemos en la lujuria, tratando a los demás como objetos, vacíos de dignidad. También golpeamos su rostro cada vez que ponemos el dinero, el placer o el poder por encima de Dios, cuando nos dejamos llevar por la codicia, la avaricia o el materialismo, creyendo que la felicidad está en lo que tenemos y no en lo que somos.
Cada vez que mentimos, juzgamos, traicionamos, callamos ante el mal, o nos negamos a perdonar, volvemos a alzar la mano contra Él. Cuando ignoramos la oración, cuando asistimos a misa por rutina, cuando despreciamos los sacramentos o vivimos una fe sin compromiso, sin profundidad, sin entrega, seguimos abofeteando a Jesús.
Él está presente en el pobre, en el enfermo, en el migrante, en el hermano herido… y cuando no lo reconocemos ahí, también lo rechazamos. La bofetada ya no suena como antes, pero sigue doliendo. Y no duele solo en su cuerpo: duele en su corazón, que sigue amando, sigue esperando, sigue perdonando.
Pero esta verdad no es para aplastarnos, sino para despertarnos. Jesús no nos lanza reproches, nos extiende los brazos. Nos mira con misericordia y nos invita a volver a Él. Nos ofrece la oportunidad de detener la bofetada y comenzar, en cambio, a consolarlo. No con palabras bonitas, sino con una vida coherente, con un corazón que ama de verdad, que sirve, que perdona, que comparte.
Hoy es el momento, podemos dejar de herir a Cristo con nuestras acciones y comenzar a abrazarlo con nuestra conversión. La decisión es nuestra: ¿seguimos golpeándolo con nuestra indiferencia o empezamos a consolarlo con nuestra fidelidad?
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