De la obra de Cesare Beccaria se ha escrito que «fermentó en las conciencias, renovó las instituciones y cambió las costumbres, hasta convertirse en patrimonio moral, inconsciente pero irrenunciable, de toda la humanidad». En ella, escrita con apenas veinticinco años, catalizó un buen conocimiento de las atrocidades del proceso penal de la época; una imaginación sensible y vigorosa capaz de conferir a la denuncia inéditas plasticidad y eficacia; la audacia intelectual necesaria para interrogarse por la legitimidad del estado de cosas, y la capacidad de trascenderlo en
la propuesta de alternativas.
Siendo así, se entiende que los capítulos nucleares del texto sean los dedicados a la tortura, «este infame crisol de la verdad», y a la pena de muerte, que es un acto de guerra de la nación contra un ciudadano. Beccaria nutrió su inspiración con ideas de autores como Montesquieu, Locke, Helvétius y Rousseau, pero es su mérito indiscutible haberlas integrado en un tratamiento articulado del sistema penal; fundado en la separación de poderes y en el principio de legalidad; con un proceso de orientación cognoscitiva dirigido a «la investigación indiferente del hecho», y con un régimen de penas presidido por las ideas de benignidad y de utilidad.