Estoy hace tres días en Quimper y no sé todavía cuándo podré marcharme.
He atravesado la Bretaña de un tirón y me gusta su aspecto áspero y recogido. Algún día volveré para conocerla más íntimamente.
Llegué a Quimper anteayer, a la caída de la tarde, y después de haberme hecho llevar al mejor hotel de la ciudad, lo que no quiere decir que sea bueno, me he dirigido a la casa de la señorita de Boivic, un edificio situado en las cercanías de la catedral y de aspecto austero y triste, que hace menos sorprendente el encontrar en ella muertos que vivos, una criada en traje rústico y cofia bretona me introdujo en un vasto salón herméticamente cerrado y débilmente alumbrado.
Allí me esperaba la dueña de la casa en su ataúd clavado y entre cuatro cirios. Cerca de ella había una religiosa pasando las cuentas de un rosario. La religiosa me entregó una rama de boj mojada en agua bendita, y yo sacudí gravemente unas cuantas gotas, en señal de bienvenida, sobre el ataúd forrado de lana blanca.
Un desagradable olor de moho, mezclado con el de la cera quemada, se me agarró a la garganta, mientras la luz de los cuatro cirios temblaba en la vasta obscuridad como al soplo de invisibles fantasmas.
No sé qué fúnebre impresión se apoderó de mí... Y como, por otra parte, no tenía nada que decir a la muerta, me apresuré a marcharme.