Will tiene treinta y seis años y no necesita trabajar porque su padre compuso una cursi canción navideña, de esas que cada año suenan y suenan, y dan miles de libras en derechos a los descendientes del autor. Y como además es guapo y muy enrollado, lleva una vida estupenda. Lo sabe todo sobre la ropa que hay que llevar, las zapatillas deportivas que hay que calzar, y tiene una impresionante colección de cedés. Y vive en un piso fantástico, sin juguetes dispersos por el suelo, y con una alfombra color crema que ningún niño ensuciará jamás. Porque nuestro héroe es un soltero recalcitrante, que jamás le ha visto ninguna gracia al milagro de la procreación. No al acto, que le encanta, sino a los resultados. Hasta que un día conoce a Angie en su tienda de discos favorita. Es muy guapa y muy parecida a Julie Christie. Y las mujeres como Julie Christie no se fijan en los tipos como Will; están muy ocupadas con cantantes de rock, millonarios y famosos. Pero Angie es una divorciada con hijos, y Will se la liga. Durante unas semanas juega a ser un hombre serio, un novio con porvenir. Pero, por suerte, ella pone punto final a la historia. Aún tiene una confusa relación con su ex marido, y no puede comprometerse en una relación seria. Y entonces Will, que jamás ha querido nada serio, se da cuenta de que las mujeres solas con hijos son una inagotable cantera de polvos estupendos y rollos con fecha de caducidad. Se inventa un hijo propio, y comienza a frecuentar una asociación de padres -y madres, sobre todo madres- separados. Pero como la vida nos da sorpresas, Will seducirá a las madres, pero también se hará amigo de uno de los hijos, el rarito y desamparado Marcus, que a los doce años parece mucho más viejo que el treintañero Will.