Cuando Sergio Pitol publicó El desfile del amor, galardonada con el Premio Herralde de Novela en 1984, sus lectores quedaron sorprendidos y, más aún, entusiasmados por el inusitado giro con que el escritor mexicano sometió a su narrativa: el salto de lo trágico a lo regocijante.
La novela abunda en crímenes jamás resueltos, relaciones personales anómalas, amores difíciles, ideales derrotados, y todo ello en vez de producir zozobra en el lector lo colmaba de júbilo. Lo que por lo general aparecía como grave y solemne en sus novelas anteriores, en aquélla, la premiada, se deleitaba en lo festivo. Más tarde, en 1989, Domar a la divina garza, quizás la cima del cuerpo narrativo de Pitol, emprende con mayor ferocidad su empeño en convertir a sus personajes en caricaturas y sus circunstancias en juegos absurdos, inevitablemente desopilantes.
El mundo entero, sus usos y costumbres, sus credos y mitologías, sus prestigios y perversiones no son sino detalles de una bufonada alucinante, hasta llegar a La vida conyugal, 1991, y revelarnos que todo lo narrado no ha sido sino una alegoría, un sistema de metáforas que permiten una nueva aproximación a eso que llamamos realidad y que nunca logramos comprender del todo.