Si la melancolía corre el peligro de perder el estatuto que ha tenido durante tantos siglos, en una época atravesada por el capitalismo, en una época de individuos aparentemente libres y solos, en una época de sobreabundancia de objetos, en una época en que la tristeza es un pecado (pero no lo es tanto estar apático y vacío); en este caso, es el momento más adecuado para hablar de la melancolía, y cuanto más, mejor. El melancólico contemporáneo, si es que existe, tiene muchas dificultades para poder estar triste.
La psiquiatría ha emprendido un retroceso inesperado y ha vuelto al hogar que abandonó en los años setenta: la casa de la neuropsiquiatría. Sin embargo, caben resistencias y el texto de Carlos Fernández lo demuestra a todas luces. Su estudio de las formas clínicas de la tristeza es un balón de oxígeno que mejora nuestro presente. Sin alejarse del todo de la perspectiva psiquiátrica, pues no quiere caer en ningún radicalismo ni dar muestras del mismo dogmatismo que se propone combatir, su apoyo teórico es básicamente freudiano. Este apoyo, básico, esencial, nos devuelve la inspiración necesaria que nunca debió de ausentarse de nuestra interpretación. Al menos si aspiramos a evitar la simplificación de la psicopatología que ahora padecemos.
La idea de la tristeza concebida como un duelo del deseo, como una pérdida de cualquier anhelo, late en esta investigación. Una pérdida o paralización del deseo que se puede producir de dos modos diferentes: ocasionalmente, lo que permite decir de alguien que simplemente está melancólico; o de un modo sistemático, constitutivo o estructural, lo que autoriza a distinguir a quienes son melancólicos en sí, todo el tiempo, y no sólo a los que lo están. Esta última, ese modo de ser, esa melancolía constante, da pie a alguna de las reflexiones de mayor calado que podemos leer en el texto.